Desde un primer punto de vista, la isla de Amaurota puede parecer ideal, incluso Tomás Moro, cinco siglos atrás consiguió establecer las claves de una ciudad ideal (que pueden ser equiparables a los deseos de hoy en día). Una isla segura, en la que solo quienes bien la conocen pueden aceder a ella; igualitaria, en la que todo el mundo tiene las mismas posibilidades al ser autosuficientes, al tener todos la misma cultura, la misma lengua, etc. Una ciudad que se adapta al terreno en que se asienta, que se nutre gracias a los hechos naturales como la misma crecida del río, y que puede aportar ciertas cosas a su entorno también (creo que sea probablemente uno de los puntos más solidos y creibles del texto).

Suena genial, aunque en definitiva esta utopía quizás tiene sus flaquezas y lagunas. Para empezar, es imposible lograr una sociedad en igualdad de condiciones culturales o lingüísticas, lo cual sería en realidad un grave error: qué aburrida sería una sociedad plana, en la que nadie puede aportar nada nuevo a nadie; una sociedad cerrada al mundo, en las que todas esas personas iguales no recibirán ninguna aportación más allá de lo puramente comercial.

Aquí vemos por qué una utopía es simplemente una utopía. Muchas de las pequeñas propuestas son buenas aportaciones para el urbanismo actual, un urbanismo vacío en muchos aspectos, pero no olvidemos quiénes somos, porque si el urbanismo es para las personas y este pretende crear una nueva sociedad puede que no vaya por el buen camino.