La ciudad reducida a un plano. Dibujamos sobre el papel elementos urbanos que definen tramas, tipologías y topografías. Simplificamos las cosas para hacer que sean nuestras, estudiarlas y tomar decisiones. Del papel no salen ruidos, ni humos. No hace viento ni llueve. Las cosas no se mueven.

    Observamos la ciudad fuera de ella. Desde un punto alto, una colina o un mirador. Ahora las cosas son reales. Para nosotros el tiempo se ha parado, pero la ciudad continúa. Y lo hace sin nosotros.

    Incisivamente recortamos las ideas que han crecido en nuestra imaginación de manera aislada y las pegamos directamente sobre el  papel. Y lo hacemos sin habernos mojado, ni respirado el humo y sin escuchar el ruido. Y de la misma manera que un cuerpo no acepta un órgano compatible, la ciudad las rechaza.

    Muchas veces asumimos que sabemos más de la ciudad que ella misma. Nos han educado para pensar así  y acabamos olvidando que antes que arquitectos, fuimos ciudadanos. Pensamos más en afilar la punta del lápiz, que en las suelas que hemos gastado en las aceras de las calles. Lo más extraño es que nada se nos oculta, todo ha estado y sigue estando ahí. Pero no lo vemos. Necesitamos salirnos por un momento de la piel del arquitecto para retomar sensaciones. Una sacudida.

    ¿Qué hace la gente en la ciudad?, ¿cómo la utiliza?, ¿qué hago yo en la ciudad?, ¿qué me ha hecho la ciudad? Tenemos que apropiarnos de la percepción que obtuvimos cuando estábamos fuera, en el mirador, oteando. Y utilizarla dentro, en la ciudad. Y ahora diseñamos; dentro de la realidad, respirando, a flor de piel. Las cosas salen de la propia ciudad. Ya no es algo que pegamos, si no que es algo que emerge.

    Es la ciudad la que da. La que va a aportar lo necesario para ser mejores arquitectos.

    Ilustración: Marta Aljama (http://www.manelaljama.es/2010/03/zapatos-gastados.html)