La aportación del arquitecto a la ciudad, más allá de cuestiones puramente estéticas, radica en su capacidad para leer la realidad, analítica e intuitivamente, y poder darle al espacio el desarrollo y crecimiento que necesite.

Si al arquitecto le planteasen el reto de aterrizar en una ciudad, con vía libre para poder actuar sobre ella,  lo primero que haría sería seguir una metodología de trabajo, una de las grandes herramientas con las que contará; capturaría unas primeras impresiones y su yo más imaginativo empezaría a elucubrar bocetos.

 Tras haber considerado qué le sugiere el lugar, y con una percepción ya educada para detectar problemas, deberá valerse de otra herramienta clave, la toma de decisiones. Tiene que elegir si DESTRUIR, SUSTITUIR o RECICLAR.

 Habrá lugares que por su valor histórico o espontaneidad, el arquitecto deba respetarlos y conservar su carácter, más fuerte y valioso que cualquier construcción que él pueda proporcionar. En este caso, debe  utilizar a su favor la reforma, sin crear falsos históricos, y ordenar la espontaneidad.

Por el contrario, en otras partes de la ciudad encontrará espacios fácilmente reemplazables, y aquí entra otra aportación del arquitecto; no debe conformarse con renovar el espacio ya presente, sino dar más y mejor respecto a  lo ya existente. Pensar cómo los ciudadanos utilizan los espacios, plantear mejoras de recorridos, tener en cuenta futuras ampliaciones…

Por último, cuando cree espacios nuevos, puede decidir qué emociones generar con esa obra, pensar cómo la arquitectura puede generar riqueza que revierta en la propia ciudad. Pero para que pueda llegar a todos estos planteamientos, debe de haber partido de un análisis de la ciudad en la que ha aterrizado; de lo contrario, sería una persona más, con grandes ideas pero sin el talento para oír qué necesita la ciudad.