A lo largo de la historia nos hemos encontrado con ciudades clásicas como las mediterráneas, que se podrían denominar como ciudades públicas, pues son de puertas afuera. Es decir, el hábitat es el exterior, la calle y la plaza. También nos hemos encontrado con ciudades anglosajonas, que serían ciudades domésticas, de puertas a dentro, cuyo hábitat es la casa defendida por techos y paredes.

Otra tipología de ciudad completamente distintas a las dos anteriores sería la ciudad musulmana, cuya fórmula es la organización de dentro afuera, desde la casa hacia la calle, esto es, al contrario de las ciudades occidentales que previamente trazan las calles, la casa es la que prevalece y obliga a la calle a encontrar su acomodo entre los huecos que ellas dejan.

De este modo hemos llegado a la ciudad contemporánea, la cual se trata de una desintegración. No está distribuida como una ciudad pública, doméstica o musulmana, sino que es una ciudad fragmentaria y caótica que consta tanto de áreas congestionadas como diluidas, impidiendo por tanto la existencia de vida tanto por asfixia como por descongestión.

No podemos dejar que el hombre se sienta desintegrado, en semejanza con su hábitat, debemos pues mejorar la ciudad de modo que las áreas estén bien repartidas, creando así una ciudad que se ajuste a la medida del hombre teniendo en cuenta  cómo podemos medir su felicidad, ya sea en seguridad, transporte o zonas de ocio.