En los últimos años se ha producido una degradación semántica del término espacio público. Se utiliza para denominar cualquier ocasión de relleno, transformación o maquillaje de espacios no edificados, sin tener en cuenta si realmente la materia urbana es capaz de expresar valores cívicos, estéticos, funcionales y sociales.

Nos hemos visto sometidos a un bombardeo de formas, geometrías, arquitecturas frustradas que ocupan los terrenos de nuevo crecimiento urbano, áreas vacías de la ciudad o simplemente reforman espacios que han quedado anticuados.

Es la condición colectiva la que define la urbanidad, y por tanto todos los lugares de la ciudad, privados o públicos, individuales o corporativos, son en parte espacios públicos ya que comparte el modo en que son apropiados por los ciudadanos. Los edificios y las calles de la ciudad son sentidos como propios y son objeto de reivindicación y opinión.

La gran cantidad de trabajos realizados en los úlimos años (debido al interés por introducir modernidad y a la renovación de la epidermis urbana europea) y la discusión ideológica han enriquecido el espacio público, pero el excesivo interés puede llevar a resultados involutivos: la cantidad, arbitrariedad, frecuencia en espacio y tiempo, la copia, las modas y el derroche pueden desvirtuar el espacio público. El problema es que este puede ser el asunto principal de la forma urbana o puede ser una simple anécdota dentro de ella: a medida que vamos circunscribiendo el espacio público a un lugar concreto y delimitado, vamos perdiendo la dimensión urbana y priorizando la singularidad de una parcela autónoma. El lugar se convierte así en una plataforma de experimentación, un show-room.

No todo espacio público por el hecho de haberse arreglado acertadamente conlleva urbanidad. Los espacios públicos serán tales en tanto constituyan un sistema común de espacio urbano más que un paisaje estilizado y solucionado. El buen espacio público no tiene límites o los tiene diluidos.