ANATXU ZABALBEASCOA 28 DIC 2012 - 21:13 CET
Lo mejor del año arquitectónico ha sido la constatación de que, al menos durante un tiempo, lo mejor va a ser lo que más cambie: lo más preparado para aceptar la mudanza. Con los últimos Juegos Olímpicos, Londres ha transformado no solo su periferia oriental, también ha alterado la idea de que la huella de unos Juegos deba permanecer en una ciudad más allá de las competiciones. La capital británica organizó las primeras Olimpiadas de quita y pon. Evitar los cadáveres fue la consigna: no dejar las huellas vergonzantes, en forma de edificios vacíos, que caracterizan la conclusión de esos fastos cuando reaparecen la ciudad y la vida real.
Una negativa a esa arquitectura fantasma, testigo del derroche y la mala planificación (la que representa el edificio de Veles y Vents, levantado en Valencia para la Copa del América, o la Torre del Agua de Zaragoza) llevó a las autoridades británicas a dar prioridad a la herencia por encima de la ocurrencia. Visto que solo cuatro infraestructuras londinenses fueron construidas para permanecer, uno puede plantearse si no es mucho dispendio erigir estadios para utilizarlos solo durante dos meses. El pragmatismo británico no dejó esa cuestión sin respuesta: la reutilización es la clave. Muchas de las instalaciones se van a emplear de nuevo. Pero será en otros lugares del mundo. El centro de tiro, uno de los edificios más llamativos —firmado por el estudio Magma—, viajará a Glasgow para los Juegos de la Commonwealth de 2014. Y la cancha de baloncesto de Wilkinson Eyre podría reutilizarse más lejos todavía: en los Juegos de Río 2016.
Si Londres fue la cara opuesta de los fuegos de artificio que mostró el nuevo Pekín hace cuatro años, la arquitectura que se está haciendo en España es la cara B de la realizada en la época de la burbuja inmobiliaria que sirvió de excusa para saquear el país. El nuevo modelo es sensato. Los retos arquitectónicos no son ya fundamentalmente visuales. Algunos arquitectos, y los políticos que hay detrás de esos proyectos, han apostado por el uso cívico de las inversiones y por ensayar la transformación, y hasta la resurrección, de muchos inmuebles, paseos y plazas. Más allá del urbanismo, cada vez más proyectistas entienden que el contexto tiene también que ver con la gente, con los hábitos y con la vida cotidiana. Cuidar lo existente es clave para realizar casi lo único que se puede hacer: un nuevo mundo a partir de los despojos del anterior. Los proyectos transformadores de Langarita-Navarro en las serrerías belgas de Madrid; Carlos Muro y Charmaine Lay en el Mercado de Inca de Mallorca; Olga Felip y Josep Camps en el Mercado de Ferreries de Tortosa; Sol89 en la Escuela de Hostelería de Medina Sidonia, Luis Castillo y Mercedes Miras en las Torres Nazarís de Baden (Almería) o SMS Arquitectos en un instituto de Blanes trabajan con jirones para alta costura arquitectónica.
En el diseño también están cambiando los parámetros. Es tan significativo que los nombres más repetidos de la arquitectura mundial (Kazuyo Sejima, Herzog & De Meuron, Rem Koolhaas) recurran a adquirir vidrios realizados en España con tecnología propia (de la firma Cricursa) como que una generación de proyectistas haya tenido que buscarse la vida fuera. Esos tres frentes: lo que se hace bien dentro, la necesidad de salir para sobrevivir y el reconocimiento a una formación, indican claves de futuro. Y retratan el presente: algo no cuadra en una ecuación a tres. Dos de los componentes son positivos. El otro, la salida, nace de una carencia. E indica el fin de una manera de hacer. Victoria Garriga y Toño Foraster así lo han entendido en su proyecto para reconstruir el barrio de Bagdag Adhamiya: “No se puede repetir fuera lo que hemos hecho mal dentro”. También Murado, Elvira y Krahe, en su residencia de Estudiantes de Trondheim (Noruega), y Carlos Arroyo con su Academia de Música y Danza en Dilbeek (Bélgica).
Cambiando está también la escena internacional. El jurado del Pritzker dio un audaz golpe de volante al reconocer el trabajo de Wang Shu, un arquitecto chino que no está destrozando el patrimonio ni las ciudades de su país. Ese gesto de valentía se frenó en seco, sin embargo, a la hora de hacer justicia con la otra mitad del estudio: la arquitecta Lu Wenyu, cofundadora del estudio de Shu Amateur Architecture. Así, el Pritzker de 2012, reivindicativo (a medias), pone también sobre la mesa la importancia de conocer la profesión desde los cimientos, desde la construcción. Wang Shu dedicó una década de su vida a poner ladrillos. “China puede mostrar el camino de la responsabilidad al mundo”, declaró Shu. Su Museo Histórico de Ningbo es un monolito levantado con restos de piedras de edificios demolidos. El inmueble no solo recicla materiales. También profesiones: Shu y Wenyu aceptaron que fueran los obreros quienes decidieran la organización final de las piedras en las fachadas de la misma manera aleatoria que los habitantes de la zona suelen recomponer los ladrillos de sus viviendas tras uno de los frecuentes tifones.
Premiar a un arquitecto que ha denunciado que la profesión es cómplice de la destrucción es un logro. Ha llegado el momento de demostrar que la humanidad es más importante que la arquitectura.
Me ha gustado mucho esa frase "trabajar con jirones para alta costura arquitectónica". Creo que esta frase resume mucho el tiempo que nos va a tocar vivir como arquitectos: crear a partir de las carencias de esta profunda crisis, sin oportunidad para el derroche.
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