No podemos reducir la ciudad simplemente a un conjunto de formas geométricas.

En la antigüedad las ciudades iban surgiendo según las pequeñas agrupaciones que iban extendiéndose y además contaban con un límite muy claro y definido, la muralla, que rodeaba la ciudad para protegerse de las invasiones.  Estas ciudades medievales sufrieron un gran cambio a raíz de la apertura de la ciudad hacia el territorio. Ya no era necesario una muralla que la rodeara, ahora surgían nuevas imposiciones,  crear avenidas que conectaran los espacios importantes.

El eje no solo organiza la ciudad sino que da diferentes perspectivas. Como ocurre en Barcelona, lo que aparentemente es una trama muy reticular con calles paralelas y perpendiculares entre si, a la hora de recorrer esta ciudad es una experiencia donde los grandes ejes diagonales se están estructurados con la rectitud de las fachadas de los edificios, mientras que si nos introducimos en el interior de la ciudad, en esas calles todas paralelas y perpendiculares, descubrimos como es una trama mucho más débil donde se combina tanto la rectitud de las fachadas de los edificios con la permeabilidad de los espacios verdes.  Pero no todos los ejes han de ser perpendiculares y con formas tan claras como este ejemplo de Barcelona, sino que también pueden encontrar formas curvas para adaptarse a lo que ya existe, como es el ejemplo de Londres, donde la Regent Street se curva para ir esquivando y respetando edificios ya existentes y que no necesariamente había que quitar.

Pero los ejes no solo son calles rectas que configuran la ciudad, sino que son espacios vacíos que nos ayudan a vivir y conocer la ciudad. La geometría está muy ligada a la constitución de la ciudad, pero no solo por ser, en su mayoría, tramas ortogonales que funcionan bien sino que a la vez es la que nos permite crear espacios de sorpresa, dirigir la mirada, crear jerarquía, establecer usos etc. Las calles son el espacio en el que vivimos, generamos relaciones, se condensa el entorno y recopilamos recuerdos.