El despoblamiento paulatino de los centros históricos, unido al receso económico de esas zonas y, en consecuencia, de la urbe, ha conseguido instaurar una nueva tendencia económica en muchas ciudades; se trata del turismo pensado como motor de la recuperación de la ciudad (tanto económicamente, como en tema de tejido social). Sin embargo, el modo escogido para fomentar el turismo ha sido erróneo en la mayoría de los casos, transformando por completo las ciudades para atraer a una población cambiante y temporal que desaparece ante cualquier amenaza o pérdida de atractivo. Es ahí dónde recae el problema, dándose los fenómenos, cada vez más conocidos, de turistificación y gentrificación, cuyas consecuencias a largo plazo puede ser devastadoras para una población autóctona que se ve atada a cambios contra los que no puede luchar aparentemente.

¿Cuáles son las consecuencias de estos fenómenos? El aumento de precios, la modificación de las formas de habitar el lugar, la exclusividad de servicios y, las más graves, la expulsión de la zona (normalmente el centro histórico) de la población tradicional y la pérdida de la identidad de la ciudad. Todo esto puede atenuarse con planes de actuación urbanística y social adecuados y una legislación que otorgue complejidad a las relaciones sociales, dificultando la especulación y el monopolio de las grandes firmas, recuperando la manera de vivir de las gentes del lugar y posibilitándoles el acceso a los servicios que el turismo poco a poco les ha ido quitando.

Es un camino complicado y, cuanto menos arduo, pero que vale la pena, para poder seguir disfrutando de ciudades vivas, que te hacen vibrar y descubrir formas de vida que se oponen a la globalización (uniformidad) creciente. Esperemos que esas ciudades escenario, como Venecia, enfermos agonizantes expuestos a miles de objetivos, puedan recuperar la intensidad vital que el turismo se ha encargado de apagar.