El concepto de calle compartida ya se daba de forma ocasional en algunas de nuestras ciudades, debido a factores económicos, sociales o políticos, todos más o menos azarosos. Sin embargo, Eduardo Barrera, junto al grupo dérive Lab, quiso dotar a esta idea de una base teórica para afianzarla, considerándola como un paso importante para humanizar el espacio público de las ciudades. Así, estudiaron los comportamientos sociales en relación a la experiencia de vivir la calle, el espacio público por excelencia, proponiendo varios puntos que permitían tener un espacio solidario, donde peatón y automóvil conviven en armonía y de forma intuitiva. Algunas de las medidas planteadas son: limitar la velocidad de circulación para poder observar el entorno y dialogar con él; no tener casi restricciones en cuanto al uso de la calle, puesto que cuanto mayor es el control, menores son las responsabilidades que se asumen; dotar al espacio público de un pavimento continuo y un mobiliario adecuado, sin señales verticales... 

A nivel urbano, se nos presenta un amplio campo de experimentación con este concepto de 'calle compartida', llevando a un juicio crítico los planes generales de desarrollo urbano, en los que la segregación de usos y espacios es la tónica general. Puede que hasta ahora, hayamos intentado controlar demasiado la forma de vivir la ciudad, impidiéndonos a nosotros mismos darnos cuenta de que, simplemente con la colocación de determinados elementos urbanos que sean capaces de acoger gran diversidad de actividades, lograremos permitir a la gente vivir de forma intensa el espacio público y que se rijan por sus propias normas de circulación y convivencia. ¿Hasta dónde debemos dar forma los arquitectos a la ciudad para no impedir que la vida de ésta la complete? Sólo con la experimentación y el análisis conciencudo lograremos acercarnos a una respuesta clara.