Nos encontramos en el siglo XXI, ante una ciudad sobreexplotada, sobre la que el tiempo no ha hecho justicia, permitiendo un crecimiento desmesurado. El tiempo o el ser humano, ya que se ha puesto en manos de políticos, promotores, arquitectos… que han causado daños difíciles de reparar, que perdurarán durante décadas.

    La ciudad ha crecido siempre de forma natural, siguiendo su instinto o necesidad, sin embargo ha sido el poder y la ambición de sus habitantes los que han corrompido ese crecimiento, ese avance, causando auténticas devastaciones en el territorio.

    Es por eso que la figura o el papel del arquitecto es fundamental en la mejora de la ciudad, estando aún a tiempo de frenar ese crecimiento sin rumbo.

    El arquitecto como persona está dotado de sensibilidad y respeto hacia lo demás, o al menos es educado durante años para cualificar el espacio. Las inquietudes que muestran hacia el exterior, hacia el cuidado es lo que ha faltado durante años en la sociedad, fruto de la demanda del ser humano, de su superficialidad y egoísmo en el que andamos envueltos.

   Ante esto, la mirada del arquitecto tiene que ser capaz de ver y de mirar más allá, de buscar la belleza en la funcionalidad y ordenación del espacio, el convivir con el entorno, creando y diseñando experiencias que hagan que la convivencia y relación del ciudadano con su ciudad sea especial, sea vida.

    Siempre el ser humano ha tratado de encontrar ese lugar utópico, sin embargo, posiblemente el arquitecto será capaz de alcanzar o albergar esa meta, en pequeños espacios que vayan conformando una ciudad, que hagan la vida del viandante digna y propia.

    Estamos a tiempo, todavía, de salvar la ciudad, tras haber creado auténticos monstruos, se están poniendo en juego conceptos como la sostenibilidad, conversando con la naturaleza, causando el menor impacto en ella, haciendo amable el entorno, trazando la ciudad que busque la confortabilidad del hombre y el medio.