En una sociedad en la que las relaciones sociales y la interacción con los demás esta a la orden del día, se ha producido una proliferación de espacios que se hacen llamar como públicos. Cuando digo “se hacen llamar” me refiero al hecho de que se han perdido las características esenciales que definen y caracterizan a los espacios públicos y hoy día, cualquier resquicio de ciudad no ocupado por edificios, se considera espacio público.

No podemos olvidar que el término ‘espacio público’ implica urbanidad, con lo que los proyectos destinados a generar este tipo de espacios deben asumir todos los flujos de ciudadanos que se encuentran en la zona a actuar y saber adaptarse a las preexistencias urbanas. En muchas ocasiones, no es necesario intervenir con un gran despliegue de medios para obtener un buen proyecto, simplemente con sanar los déficit de una zona con actuaciones mínimas puede convertirse en una intervención exquisita.

Es por esto, que el objeto fundamental de una intervención debe ser el propio espacio urbano y las personas que en el disfrutan, alejándose de los intereses del promotor – sea el político de turno o el inversor en ladrillo – así como de los propios intereses del proyectista.

En definitiva, la cantidad de actuaciones, la arbitrariedad de los proyectos, la frecuencia en el tiempo y el espacio, la copia de los modelos y figuras tópicas, las modas, el derroche económico, han desvirtuado la original naturaleza del espacio público como espacio colectivo por excelencia.