¿Qué ha pasado con nuestras ciudades? ¿Por qué tenemos la sensación de que hay algo que nos parece poco atractivo en ellas, en comparación con las ciudades antiguas? Podemos encontrar multitud de respuestas. Algunas podrían atribuirlo a un mal gusto por parte de la modernidad; otras, a una mala planificación; otras a la falta de personalidad… Quizá todas ellas tengan algo de cierto. En mi opinión, es posible que nos estemos precipitando al juzgar determinadas intervenciones, ya que pasadas por el filtro del tiempo, las generaciones futuras las encuentren más acogedoras que sus contemporáneas. En otros casos, sin embargo, creo que es el resultado de una mala interpretación, de una tendencia a la globalización mal entendida, que destruye la identidad de la ciudad. Por eso nos sentimos más cómodos en centros históricos, donde todo parece ser más caótico o mal planificado, pero la realidad es que están pensados a escala humana, hechos a nuestra medida, la de nuestras vidas caóticas y mal organizadas. Mantienen la identidad del pueblo en que están y conllevan, en la mayoría de los casos, verdades espectáculos de belleza. Esta es otra de las claves por las que posiblemente ciertas intervenciones no funcionen: la voluntad de crear algo bello. A mi parecer, no hay nada más absurdo hoy en día que seguir pensando que lo que tú, por ser el diseñador crees bello, lo será para toda la ciudad para la que proyectas. Para mí está claro: la belleza sólo puede ser el subproducto de otra cosa, es decir, haz algo que realmente funcione, que esté pensado para los ciudadanos y basado en sus costumbres, en sus necesidades, y si cumples eso y además cuidas los detalles, el resultado no puede ser más que algo bello.