Hemos cogido por primera vez las gafas de urbanista, y hemos empezado a mirar la ciudad, el lugar que habitamos, como una gran y compleja maquinaria. Nos hemos sentido abrumados por los múltiples engranajes de los que depende su buen funcionamiento. Hemos observado cómo avanza imparable, voraz, a veces por detrás de la sociedad, otras por delante, y demasiadas por un camino paralelo. Nos hemos dado cuenta de su influencia directa en la calidad de vida de las personas, de ahí la trascendencia de esta faceta de nuestra profesión. Hemos sido conscientes de que, como arquitectos, tenemos la responsabilidad de hacerlas más habitables, capaces de ser la identidad de una sociedad y, sobre todo, de convertirse en su respuesta.
Pero también hemos aprendido a desgranarla, a estudiarla desde sus partes para comprenderla en su conjunto. A leerla. A repensarla como un todo. Hemos intentado transformarla, como si de un juego se tratase, pero conscientes de que un día puede caer en nuestras manos ese papel. Y mientras tanto, poco a poco, seguimos trabajando para ser más críticos con nuestro entorno y ver más nítido a través de estas gafas de urbanista.