El buen urbanismo; aquel que era creado a base del estudio madurado  de un territorio, de la percepción de sus posibilidades, del potenciamiento de sus ventajas y el disimulo de sus inconvenientes. La buena arquitectura; aquella que surgía de la nada y se creaba a partir de las características de un entorno determinado.

Esos lugares son los que quedan en la retina de cada individuo, los que les hacen experimentar sensaciones nunca antes vividas, que les invitan a seguir disfrutando del sitio y cambian su manera de pensar.

Poco a poco esas sensaciones se están perdiendo. Pocos hay que ya proyecten bien. La cuestión ya no reside en si los espacios han de ser o no proyectados, sino en qué grado y medida deben serlo. Nos mueve el querer hacer las cosas de una manera razonada y, en ocasiones, desde el propio interés.

Emplazar se hace precipitadamente, aludiendo a los detalles al azar, subdividiendo a la  buena de Dios, limitándose a lo que la gente hará allí. Pero quizá sea ese el error más frecuente. Suponemos lo que las personas sentirán en un determinado lugar y, en ocasiones,  es nuestro propio juicio y manera de pensar lo que decide cómo será.

Por ello hemos de arraigarnos (valores propios aparte) a una serie de principios que tengan como principal objetivo el de dar calidad al espacio, estableciendo ciertas metas y limitaciones que encaucen nuestra propuesta pero que no por ello distorsionen la idea primordial del espacio que se está generando, para quién se está generando y cuáles serán sus prioridades.

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