Al comienzo de la asignatura no sabía que esperar de ella. Sumergirse en el mundo del urbanismo significaba un cambio en la manera de ver las ciudades, significaba aprender a entenderlas y significaba desvincularnos de la arquitectura a pequeña escala que habíamos tocado hasta el momento.

 Lo cierto es que ha sido un curso duro, quizá demasiado teniendo en cuenta que es el primer contacto que tenemos con este campo y nos vemos un poco perdidos, lo que conlleva el dudar ante cualquier ejercicio y no conseguir el resultado que se espera. Aunque, como se suele decir “la letra con sangre entra” y todo este esfuerzo ha tenido sus resultados.

 Ha costado, pero finalmente estoy satisfecha. Aparte de la madurez adquirida al trabajar en grupos grandes, creo haber aprendido a través de los ejercicios de análisis semanales que los proyectos urbanos son fruto de largas horas de proyección, de imaginar esos espacios, qué ocurre tras cada pequeño cambio y cómo influiría en el día a día de la ciudad,… Y que todo esto ha de ser definido mediante una correcta representación gráfica, pues si no se es capaz de entender los planos flaco favor le has hecho a todo ese proceso previo de proyección.

 Pero nadie dijo que proyectar un entramado urbano o realizar una leve cirugía fuese fácil y el margen de error es elevado, pues una cosa es la teoría y otra la práctica y quizá lo que el urbanista considera un mejor espacio urbano acaba no funcionando porque la conducta humana es así de complicada y ese factor aleatorio ha de tenerse también en cuenta. Es por ello que se ha de ser crítico y saber cuando es necesario un cambio y a qué escala, o cuando simplemente lo mejor es no cambiar nada (como claro ejemplo, Lacaton y Vassal) y eso es lo que creo que es la principal tarea del arquitecto-urbanista.