Cuando leemos el texto lo primero que nos viene a la mente es una ciudad jerarquizada y rígida, tan planificada que no deja lugar a la experimentación ni a la expontaneidad. Es más adelante cuando el autor nos presenta esa necesidad de la gente de vivir la calle, el despertar de los urbanistas a una ciudad que es más que asfalto y coches amontonados por las esquinas.

Esto me lleva a preguntarme qué hemos hecho mal: hemos privado a la gente de espacio en pos de una vida cuadriculada y rápida que no deja lugar a la interacción humana. Obviamente los coches así como el transporte en general necesitan mayor espacio, y eso es algo que no podemos negar, pero hemos acabado contaminando cada milímetro de nuestras cuadriculadas ciudades con cuadriculadas formas de vida de las que huimos. ¿No esperamos el fin de semana con ansia porque no tenemos que rendir cuentas a horarios estrictos? ¿Por qué entonces dejamos que esa forma repetitiva de la que huimos se filtre al resto de nuestras actividades?

Por suerte podemos dejar de lado el discurso tremendista por un momento y pensar en ciudades como la nuestra, donde una parte del centro es totalmente peatonal, o donde el Albaycín rebosa vida por sus calles estrechas y sólo colapsadas por el turismo y los comercios y bares locales. Esa es la belleza para mi del urbanismo. Esa es para mi la apuesta que gana la calle: los lugares que se generan de manera expontánea y que crean una vida interna que el tráfico no puede perturbar; o esos que dejan las vías como meras conexiones y no como formas de articularse. 

Como expresa el autor en la última parte del texto, ahora los ingenieros y planificadores de las ciudades en general están mucho más instruídos y saben "ganarse la calle", por qué no, con elevadas florituras que justifican sus entramados. Para mi tiene más sentido común y es mejor urbanista aquel que sabe ver que la ciudad no la hace él ni las calles que traza a golpe de regla y plumilla, sino los años y la gente que vive allí.

Foto portada: dibujo original