El documental nos habla de cómo el ser humano intenta habitar unos espacios hostiles, pensados para responder a otras necesidades.

Nos habla de aislamiento, de crecimiento en desmedida, de tráfico, de recorridos, de espacios residuales, de ciudades que mueren víctimas de su propio auge. Pero también nos habla de esperanza, de cambios, de planes de mejora, de hacer ciudades para el hombre.

Me llama la atención cómo una ciudad cómoda para el habitante es aquella pensada en detalle, diseñada para su disfrute lento. Ciudades donde poder pararte a disfrutar de determinada estampa, del olor de una cafetería, o de la risa que nace en un parque. Esas ciudades menudas, donde sentirte refugiado (que no agobiado), donde todo parece sentirse a través del roce con el espacio y a lo largo del tiempo.

Y los estudios de los que hablan lo demuestran. Cómo la instalación de cafeterías reactiva determinadas zonas, porque el gusto por el encuentro nos hace vivir un espacio. Cómo la peatonalización de determinadas calles nos hace apropiárnoslas, sentirlas como comunes, y casi te obligan a disfrutar del paseo.

Sin embargo la sociedad, y en consecuencia la ciudad, se han pervertido grotescamente. El deseo del éxito, el crecimiento, la mejora económica, que a priori no son malos, han provocado una velocidad vertiginosa, un espacio aglutinado, unos lugares pensados para los vehículos.

¿Quién está dispuesto a perder el sueño de riqueza?

No son sucesos aislados. No solo somos herederos de una ciudad mal construida que ha determinado nuestra forma de habitar, sino que somos sus constructores. Somos los que debemos desligarnos de estos patrones, los que tenemos la oportunidad de decidir cómo vivir y dónde.